Acordo ortográfico: por que o Brasil implantou, mas os outros países ainda “estão a esperar”?
Marcos Nunes Carreiro
Países lusófonos apresentam resistência em introduzir as novas normas de modo efetivo. Por quê? O argumento principal é de que se trata de um acordo brasileiro.
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Vez ou outra o acordo ortográfico da Língua Portuguesa volta ao debate no Brasil. Porém, ainda há muitas pessoas que não sabem sequer porque ele foi pensado — e não apenas brasileiros.
O acordo foi elaborado em 1990 e previa: a uniformização da língua, em todas as suas variantes e em todos os continentes; a simplificação da ortografia, para que ela seja melhor aceita e para tornar a língua mais acessível a estrangeiros; a aproximação dos países, sobretudo Portugal e Brasil; e a facilitação dos negócios.
A uniformização merece um pouco mais de explanação. A proposta de uniformidade era para contribuir com a internacionalização da língua portuguesa. Além disso, a ação iria propiciar a disseminação da língua, possibilitando a circulação de bens culturais entre os países lusófonos, que contam com mais de 250 milhões de falantes — só o Brasil possui mais de 200 milhões.
Por isso, ainda sem a adesão de todos os países lusófonos, iniciou-se a criação do Vocabulário Ortográfico Comum da Língua Portuguesa (VOC), cuja proposta inicial era a de justamente aprofundar a convergência para impulsionar o português como língua de comunicação científica e de inovação tecnológica.
O VOC saiu do papel. Sua versão atual está disponível na internet e já conta com quatro vocabulários nacionais finalizados: Brasil, Portugal, Timor-Leste e Moçambique. Porém, as ações não foram muito além disso. O motivo: passados quase 30 anos, ainda há resistências ao acordo. O Brasil ratificou a norma e deu início à implantação. Porém, o país parece estar só na viabilização dessas políticas públicas. Por quê? A questão é muito simples: toda a lógica instrumental do acordo é brasileira.
Por isso, em primeiro ponto, o país foi o único a implantar as novas regras de modo efetivo, mesmo que não tenha sido o único a ratificá-las. Como bem lembra o embaixador do Brasil em Portugal, Mário Vilalva, o acordo está em vigor no Brasil desde 2009 e é plenamente aplicado desde 1º de janeiro de 2016. Vem daí o principal ponto de resistência dos portugueses e há, inclusive, ações judiciais para desautorizar a promulgação das regras.
Dia: 6 de Julho, 2016
«Lingüística: Dejad a la lengua en paz» [“EL PAÍS” (España)]
Dejad a la lengua en paz
Hablantes frente a expertos. Con la excepción de la ortografía, quien decide sobre los fenómenos lingüísticos es la colectividad, no la Academia ni los ministerios.
———————En un artículo reciente, Javier Marías ha vuelto a explicar a sus lectores mediante un par de ejemplos lo que infinidad de veces desde la Academia Española se ha señalado: que son los hablantes, y no ella, quienes han decidido emplear la palabra autista en sentido figurado, para referirse a alguien encerrado en su mundo y desconectado de los demás; o la voz cáncer para designar, también por vía metafórica, la “proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos”. No supone insensibilidad por parte de la corporación el no poder atender las peticiones de expulsión lexicográfica que le hacen las asociaciones de padres de niños con autismo o de enfermos de cáncer. “Esta institución”, escribía el novelista, “en contra de lo que muchos quisieran, no prohíbe ni impone nada; tampoco juzga”; como mucho, advierte de que tal o cual vocablo puede resultar malsonante o denigratorio.Al hablar de los fenómenos lingüísticos es imprescindible distinguir cuidadosamente los niveles, y en particular el ortográfico de todos los demás. De los distintos planos de una lengua, el único que está sometido a una regulación convencional es el de la ortografía. Del mismo modo que en carretera se circula por la derecha y no por la izquierda —salvo en ciertos países en que la convención es justamente la contraria— o que una luz roja obliga a detenerse y una verde nos permite pasar —podría ser al revés, u otros los colores—, determinadas palabras se escriben — ajenos los hablantes a complejos condicionamientos etimológicos o de otra índole— con j o con g, con b o con v, con hache o sin ella, llevan acento gráfico las agudas que terminan en vocal, n o s y no lo llevan en cambio las llanas que están en esa misma situación, etcétera. Son reglas, insistamos, convencionales, que podrían ser otras, o cambiar. Podría decretarse que en todos los casos el sonido velar llamémoslo “fuerte” que tiene g delante de e o i se escribiera con jota, como le gustaba a Juan Ramón (y se tomaba la libertad de practicarlo). Podría hacerse caso a la propuesta —notablemente demagógica, y por lo demás en absoluto nueva— que Gabriel García Márquez hizo en el congreso de Zacatecas de “jubilar la ortografía”, es decir, simplificarla de raíz.
Pero si la regulación del tráfico está en manos de la dirección general correspondiente (y, supongo, de organismos supranacionales, para que, al menos en lo básico, no haya grandes disparidades de un país a otro), ¿a quién compete la regulación ortográfica? La respuesta a esta pregunta es sumamente compleja, y apunta a un abanico de posibilidades que van desde el mero consenso asentado en una tradición consuetudinaria hasta la existencia de una entidad que ejerce la potestad reguladora. Ni siquiera son equiparables los casos de dos lenguas dotadas ambas de Academia, como el español y el francés, pues, por ejemplo, la autoridad prescriptiva en materia ortográfica de la Real Academia Española es sensiblemente mayor que la de la Académie française.
Antes de la fundación de la Española se habían producido intentos particulares de regular nuestra ortografía, pero no habían pasado de ser eso: conatos individuales. ¡Cuánto le hubiera gustado a Nebrija, por ejemplo, que su propuesta ortográfica de 1492, renovada en 1517, fuese generalmente aceptada! No fue así, ni con la suya ni con otras posteriores, y solo la existencia de una entidad respaldada por la Corona hizo que las decisiones académicas en materia de ortografía literal (esto es, ortografía de las letras), sabiamente dosificadas entre 1726 y 1815, fueran progresivamente aceptadas por las imprentas y se generalizaran a través de la enseñanza, de modo que, en lo sustancial, el uso de las letras no ha cambiado en los dos últimos siglos. A que ello haya sido así, en un caso a priori tan proclive a la dispersión como el de una lengua escrita no solo en España sino en un elevado número de repúblicas soberanas que se extienden entre el río Bravo y el estrecho de Magallanes, contribuyó decisivamente la fundación desde 1871 de toda una serie de academias correspondientes de la Española en los países de aquel continente, corporaciones hoy integradas en la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).
Los hispanohablantes tenemos motivos para estar satisfechos no solo por nuestra unanimidad ortográfica —que tanto contrasta, por ejemplo, con el divorcio entre la ortografía portuguesa y la brasileña—, sino también por la sencillez, la transparencia y la racionalidad de nuestra ortografía, no absolutamente fonológica, es decir, sin completa correspondencia entre sonidos y letras, pero muy cercana a ella y con un sistema de acentuación inequívoco que bien podría envidiarnos, por ejemplo, el italiano.