«Lingüística: Dejad a la lengua en paz» [“EL PAÍS” (España)]

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¿QUIÉN MANDA EN LA LENGUA?

Dejad a la lengua en paz

Hablantes frente a expertos. Con la excepción de la ortografía, quien decide sobre los fenómenos lingüísticos es la colectividad, no la Academia ni los ministerios.

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En un artículo reciente, Javier Marías ha vuelto a explicar a sus lectores mediante un par de ejemplos lo que infinidad de veces desde la Academia Española se ha señalado: que son los hablantes, y no ella, quienes han decidido emplear la palabra autista en sentido figurado, para referirse a alguien encerrado en su mundo y desconectado de los demás; o la voz cáncer para designar, también por vía metafórica, la “proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos”. No supone insensibilidad por parte de la corporación el no poder atender las peticiones de expulsión lexicográfica que le hacen las asociaciones de padres de niños con autismo o de enfermos de cáncer. “Esta institución”, escribía el novelista, “en contra de lo que muchos quisieran, no prohíbe ni impone nada; tampoco juzga”; como mucho, advierte de que tal o cual vocablo puede resultar malsonante o denigratorio.

Al hablar de los fenómenos lingüísticos es imprescindible distinguir cuidadosamente los niveles, y en particular el ortográfico de todos los demás. De los distintos planos de una lengua, el único que está sometido a una regulación convencional es el de la ortografía. Del mismo modo que en carretera se circula por la derecha y no por la izquierda —salvo en ciertos países en que la convención es justamente la contraria— o que una luz roja obliga a detenerse y una verde nos permite pasar —podría ser al revés, u otros los colores—, determinadas palabras se escriben — ajenos los hablantes a complejos condicionamientos etimológicos o de otra índole— con j o con g, con b o con v, con hache o sin ella, llevan acento gráfico las agudas que terminan en vocal, n o s y no lo llevan en cambio las llanas que están en esa misma situación, etcétera. Son reglas, insistamos, convencionales, que podrían ser otras, o cambiar. Podría decretarse que en todos los casos el sonido velar llamémoslo “fuerte” que tiene g delante de e o i se escribiera con jota, como le gustaba a Juan Ramón (y se tomaba la libertad de practicarlo). Podría hacerse caso a la propuesta —notablemente demagógica, y por lo demás en absoluto nueva— que Gabriel García Márquez hizo en el congreso de Zacatecas de “jubilar la ortografía”, es decir, simplificarla de raíz.

Pero si la regulación del tráfico está en manos de la dirección general correspondiente (y, supongo, de organismos supranacionales, para que, al menos en lo básico, no haya grandes disparidades de un país a otro), ¿a quién compete la regulación ortográfica? La respuesta a esta pregunta es sumamente compleja, y apunta a un abanico de posibilidades que van desde el mero consenso asentado en una tradición consuetudinaria hasta la existencia de una entidad que ejerce la potestad reguladora. Ni siquiera son equiparables los casos de dos lenguas dotadas ambas de Academia, como el español y el francés, pues, por ejemplo, la autoridad prescriptiva en materia ortográfica de la Real Academia Española es sensiblemente mayor que la de la Académie française.

Antes de la fundación de la Española se habían producido intentos particulares de regular nuestra ortografía, pero no habían pasado de ser eso: conatos individuales. ¡Cuánto le hubiera gustado a Nebrija, por ejemplo, que su propuesta ortográfica de 1492, renovada en 1517, fuese generalmente aceptada! No fue así, ni con la suya ni con otras posteriores, y solo la existencia de una entidad respaldada por la Corona hizo que las decisiones académicas en materia de ortografía literal (esto es, ortografía de las letras), sabiamente dosificadas entre 1726 y 1815, fueran progresivamente aceptadas por las imprentas y se generalizaran a través de la enseñanza, de modo que, en lo sustancial, el uso de las letras no ha cambiado en los dos últimos siglos. A que ello haya sido así, en un caso a priori tan proclive a la dispersión como el de una lengua escrita no solo en España sino en un elevado número de repúblicas soberanas que se extienden entre el río Bravo y el estrecho de Magallanes, contribuyó decisivamente la fundación desde 1871 de toda una serie de academias correspondientes de la Española en los países de aquel continente, corporaciones hoy integradas en la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE).

Los hispanohablantes tenemos motivos para estar satisfechos no solo por nuestra unanimidad ortográfica —que tanto contrasta, por ejemplo, con el divorcio entre la ortografía portuguesa y la brasileña—, sino también por la sencillez, la transparencia y la racionalidad de nuestra ortografía, no absolutamente fonológica, es decir, sin completa correspondencia entre sonidos y letras, pero muy cercana a ella y con un sistema de acentuación inequívoco que bien podría envidiarnos, por ejemplo, el italiano.

En tales condiciones, debe exigirse suma cautela a la hora de introducir cualquier cambio en nuestra ortografía, cabe incluso reclamar que nada se toque en ella. Las pocas modificaciones introducidas en las ortografías académicas de 1999 y 2010, por ejemplo en el terreno de la acentuación, han sido recibidas con polémica, con resistencias y aun con llamadas a la desobediencia. Y es que los hablantes, en materia ortográfica, se irritan con las novedades, se hacen profundamente misoneístas. Bien lo sabía ya Nebrija: “En aquello que es como ley consentida por todos es cosa dura hacer novedad”.

Desde febrero, una polémica recorre la sociedad francesa —y la de otros países francófonos— a causa de una disposición ministerial por la que, a partir del próximo otoño, cierta reforma ortográfica aprobada por la Academia francesa hace nada menos que 26 años, en 1990, se aplicará en los manuales escolares. La palabra oignon podrá escribirse ognon, la voz nénuphar podrá ser nénufar, podrán omitirse muchos acentos circunflejos sobre las vocales i, u… Nótese que estamos empleando el verbo poder, y no deber, pues la nueva ortografía será recomendada y no impuesta. Los libros de texto que la apliquen llevarán en lugar visible la correspondiente advertencia para que no se tomen por faltas de ortografía las que no lo son. Durante mucho tiempo convivirán la vieja y la nueva ortografía, pues esta tendrá carácter potestativo. Naturalmente, y a pesar de tantas cautelas, las voces disidentes se han hecho oír de inmediato. La ciudad de Nîmes ya ha dejado bien claro que no acepta en absoluto que se la desposea de su acento circunflejo.

En Alemania —donde la norma ortográfica está regulada por una obra no institucional, el famoso Duden, descendiente del diccionario publicado en 1880 por un profesor de secundaria, Konrad Duden— una reforma de la ortografía acordada en 1996, y que había de implementarse durante un periodo de transición de ocho años, suscitó la oposición frontal de profesores, escritores, medios de comunicación, etcétera, y en 2004 un 77% de los alemanes la consideraba insensata.

El del inglés es un caso aparte. Su grafía no refleja los cambios fonéticos producidos en la lengua después del siglo XV (!), y, pese a la extraordinaria complejidad de su spelling, ningún organismo concreto lo regula, más allá del consenso que desde el siglo XVII fueron concitando los diccionarios en torno a la escritura de las palabras de esa lengua. Hoy, como se sabe, existen algunas pequeñas diferencias entre el inglés británico y el americano, no insalvables, desde luego, pero de más entidad que las prácticamente inexistentes del mundo hispanohablante —y que no son propiamente ortográficas sino fonéticas (sebiche y seviche junto a cebiche y ceviche) o prosódicas (la esdrújula vídeo de España frente a la llana video de América, etcétera)—. Insistamos: la ortografía del español es envidiable. ¿A qué menealla?

En los terrenos que no son el ortográfico, es decir, en el gramatical y el léxico, el planteamiento es muy otro. Los gramáticos y los lexicógrafos —y señaladamente dentro de ellos, en el mundo hispánico, la Academia Española y las Academias de ASALE— codifican el uso, y puesto que este emana esencialmente de la voluntad de los hablantes, su actuación es cada vez más descriptiva que prescriptiva. Normativa, si se quiere, pero entendiendo la norma como el conjunto de los usos normales en una determinada modalidad de la lengua.

Los hablantes han decidido preferir lúdico a lúdicro oélite a elite, o que enervar es no solo ‘debilitar, quitar la fuerza’, sino también ‘poner nervioso’, y el diccionario académico, antes o después, así lo ha aceptado. Si la antigua gramática académica establecía taxativamente que los sustantivos y adjetivos terminados en tónica hacían el plural en -íes (carmesí, carmesíes), la actual reconoce que “tienden a admitir las dos variantes de plural: -es y -s”; es decir, da por buenos tanto rubíes como rubís. El uso de le en lugar de les en construcciones reduplicadas, sobre todo en posición anticipada (“decirle a los ciudadanos la verdad” en lugar de “decirles a los ciudadanos la verdad”), ha avanzado tanto en España y América que la Nueva gramática académica de 2009 no puede sino considerarlo “frecuente”; añadiendo, eso sí: “En los registros formales se aconseja mantener la concordancia de número”. Podríamos aducir docenas de casos similares.

En fin, si ni siquiera la Academia, notaria más que aduanera, puede imponer un uso lingüístico en el ámbito gramatical y léxico, innecesario es decir que con menor motivo podrán pretender hacerlo organismos ministeriales o autonómicos. Pero esto nos llevaría ahora por otros derroteros. Como gustaba decir don Emilio Alarcos, hay que dejar a la lengua, y a las lenguas, en paz. En ellas manda —salvo en el terreno ortográfico, como hemos pretendido dejar claro— la colectividad. Si los ciudadanos son depositarios de la soberanía política, los hablantes lo son de la lingüística.

 

Pedro Álvarez de Miranda ocupa el sillón Q de la Real Academia y es catedrático de Lengua Española. Acaba de publicar Más que palabras (Galaxia Gutenberg).

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